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Todo suicidio es una expresión de fracaso e impotencia. Pero la muerte merece siempre pudor y respeto. Aunque no deje de resultar significativo que quien durante la mayor parte de su vida fue un sacerdote católico decida poner fin a ella de forma tan antagónica con los postulados de esa fe, ni podemos ni debemos valorar el gesto humano de Lluís Maria Xirinacs, cuyo cadáver apareció el sábado en un bosque catalán. Pero la reacción de los partidos nacionalistas nos obliga a entrar en su pretendida dimensión política.

Xirinacs fue un hombre comprometido con la causa antifranquista que defendió con mérito los derechos individuales y las libertades públicas durante el ocaso de la dictadura. Luego se convirtió en el senador más votado de España. Pero ya desde el inicio de la Transición su deriva radical le fue marginando del sistema democrático hasta hacerle desembocar en posturas tan repelentes como la exaltación del terrorismo etarra. Al final ha presentado su suicidio como una liberación de la «esclavitud» que, según él, vienen padeciendo los «Països Catalans» desde hace siglos, como consecuencia de su «ocupación» por España, Francia e -¡¡¡- Italia (se refiere a una parte de Cerdeña).

Habríamos pasado, pues, de la canción protesta al suicido protesta en un patético remedo de la autoinmolación de los monjes budistas en Vietnam.

En lugar de guardar un pudoroso silencio sobre la conducta de una persona que tenía ya serios problemas de discernimiento, los nacionalistas catalanes -los confesos y los vergonzantes- se lanzaron ayer a una carrera de elogios y panegíricos para presentar al muerto como un héroe y otorgar a su suicidio el laurel del martirio. Sus palabras son todo un tratado de cómo elevar a un pobre trastornado a la categoría de redentor.

La palma de la sarta de tonterías se la llevó Pujol quien, en un episodio de masoquismo agudo, se dio por aludido por las críticas póstumas de Xirinacs a la «cobardía» de los líderes catalanes que han venido aceptando la opresión, elevándolo a la categoría de «profeta» que «nos fustiga con su muerte» en un último acto de amor a su pueblo.

Pero mucho más grave es que el presidente del Parlament Ernest Benach subrayara su «firme compromiso en la lucha pacifista», obviando su condena por declararse «amigo de ETA» y extender un manto de comprensión hacia esos abnegados terroristas que «no pueden ir al cine ni tener novia» y que encima avisan cuando ponen las bombas a pesar de «lo que cuesta robar la dinamita».

En pocas ocasiones como ésta queda más patente, en suma, que el nacionalismo puede llegar a convertirse en un trastorno mental nada transitorio. Y que el espectáculo de su contagio -¿qué hacía ayer el PSC sumándose al cortejo de estos grotescos ditirambos?- es el mejor termómetro de los niveles de delirio que ha alcanzado esta fiebre en la mayor parte de la clase política catalana.

FUENTE: El Mundo

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